La parábola de los vendedores de helados se me ocurrió pensando en algunas cosas que he leído esta semana sobre Sicavs. Creo que hay mucha confusión sobre qué es eso, y no culpo a nadie porque todos tenemos muchas cosas que no entendemos. Creo, no obstante, que ante ese desconocimiento general lo recomendable es ser prudente.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que una «Sicav» es una inversión. Como toda inversión, es dinero «gastado» con el que esperas ganar más dinero. Esa rueda del ganar (o perder, pero bueno, imagino que si se hace bien se gana algo) sigue girando de forma indefinida, pero en el momento que decidas recoger beneficios (esto es, coger ese dinero en el caso de que se cumpla tu plan y efectivamente ganes dinero) para gastarlo en otra cosa (unas vacaciones, una tele, un coche, o ropa, que da igual) el Estado te cobra impuestos como por cualquier otro ingreso/beneficio que tengas (no me refiero al IVA derivado de la compra en sí, sino de los impuestos que te cobra el Estado por todo lo que ingresas, como IRPF).
Dicho esto, me ha parecido muy hilarante la discusión en torno al tema esta semana con objeto del descubrimiento de un político aparentemente contrario a estas cosas al que han cogido, ejem, con su dinero invertido en una cosa de éstas. Desde el principio me hizo plantearme la situación en términos de escenario ¿ficticio? Y como en estas latitudes el verano ya acaba de entrar, vamos a hablar del producto estacional estrella de esta época: los helados.
Sean dos personas adultas que no están de acuerdo en lo ético de vender helados. La persona A piensa que están inventados, que no se puede evitar su invención y que no es lo mismo que vender balas, y la persona B piensa que inducir al consumo elevado de azúcar con la influencia de este consumo en términos de diabetes, obesidad, y otros desequilibrios metabólicos sencillamente no es ético.
En adelante, se puede ver a la persona A empujando su carrito del helado, que para eso es perfectamente legal, y además ya dijo que le parecía bien mantener ese status de legalidad. El problema viene el día en que encontramos a la persona B empujando… un carrito de helados.
Y las risas se desencadenan cuando se monta una campaña absolutamente vergonzante en la que se nos dice que esta persona B tiene una posición de superioridad moral a la persona A porque ha dimitido por vender helados mientras la persona A sigue ahí día a día, lucrándose con la herramienta preferida del diablo para convencerte de que hoy no vayas al gimnasio a quemar calorías, sino que te quedes en el sofá acumulándolas.
Como verán, no he entrado a decir si vender helados es bueno o malo. Entro a evaluar la honestidad de ambas personas A y B, la correlación entre su discurso y sus hechos. Entendamos que en esa honestidad (o carencia de) hay al menos una pizca de ética (o carencia de).
Ante esta circunstancia, la persona B afirma que va a dejar de vender helados porque… ejem, porque le han cogido con el carrito del helado. Lo curioso viene cuando se empeña en convencernos de que su posición es más ética (porque él ha dicho públicamente que va a dejar de vender helados) que la de la persona A (que seguirá vendiendo helados, que por cierto es lo que dijo desde el principio).
Vale la pena analizar cuál de las dos personas de este ejercicio ficticio no ha estado a la altura de lo que predicaba. Y es posible que la persona B salga mal parada. Podemos distraer la atención hablando de lo malo que son los helados y cómo se nos ha abierto el tercer ojo y hemos visto la luz y ya no vamos a venderlos. Pero es poco convincente. Lo más probable es que, de hecho, el único motivo por el que hemos dejado de vender helados es porque nos han pillado.
Eso sí, a dar lecciones de superioridad moral no nos ganará nadie, aunque los helados no siempre sean tan malos ni tan feos ni tan nocivos como los pintan. Podemos, además, dejar de hablar de helados y hablar de Sicavs. Pero no tengo ganas de trolleos.
Eso sí, a todos los que piensan que el dinero es la fuente de los malos últimos del universo y que las Sicavs son malas malísimas, les recomiendo que sean majos y la próxima vez que nos veamos me paguen por lo menos una birra (2 euros, si es que no hay nada más barato); es superfácil hacerme feliz y si me explicáis el motivo de la invitación, podemos seguir el debate en vivo.